Había hace mucho tiempo, entre dos grandiosas ciudades, un
bosque, llamado de las calaveras.
Estaba cercado por altas vallas sobre muros de piedra. Era
el sitio preparado para los endemoniados, que no podían vivir entre las gentes.
Eran custodiados por guerreros de hierro, que los ataban a
los árboles.
Los alimentaban con un palo largo al que enganchaban sus
comidas.
Sendos brujos les daban los brebajes que según ellos, los
hacían medio soportables en la convivencia que compartían en aquel bosque
maldito, del que nadie sabe dónde está.
El que tenía la desdicha de ser deportado al fin del
infierno, quedaba allí de por vida.
Según las leyes de aquel reino saldría si las brujas lo
veían recuperado, lo comunicarían a la corte, la cual según sus magistrados
emitirían su veredicto a favor o en contra.
Este bosque era llamado de las calaveras porque muchos de
los que allí iban no volvían vivos. Es muy macabro todo esto, pero es real.
Había un príncipe que vivía en aquel reino y conocía los
males de sus gentes, a un lado y otro del dichoso muro.
Llegada su hora se propuso liberar a sus gentes y fingió ser
endemoniado, para que le llevasen a aquel bosque del diablo.
Lo pasó mal antes de entrar y mucho más cuando estuvo
dentro. Allí y aquí rogó a su Rey y padre por sus gentes de dentro y fuera del
muro.
Su estancia fue lo más indeseable posible a cualquier
persona.
Con sus ruegos logró que el rey ablandase el corazón de los
jueces y que si los endemoniados se recuperaban los sacase, al tiempo de aquel
lugar execrable, incluido él mismo, el príncipe.
Las personas que allí estaban, incluido el príncipe eran
odiadas por la grandísima mayoría de las gentes de aquel reino.
Si tenían la posibilidad de salir del bosque tenían en su
mayoría que ir a cárceles, donde los custodiaban y cuidaban y llevaban una
marca o sello para distinguirlos y vestían ropas distintas a las de las que con
ellos vivían.
Había alguno que como nuestro príncipe era querido por sus
allegados y padres e iba a vivir al castillo (pero en las mazmorras) y allí era
destinado de por vida.
La única esperanza para estas desdichadas, que sufrían en su
corazón la pena de la muerte, era que aquel Rey, poderoso, grande y bueno
perdonase la condena a muerte de aquellas gentes y las sacase del bosque y de
aquel reino y las llevase a su castillo, que él tiene en otro mundo y allí
viviesen todas felices, para siempre.
Que no padeciesen hambre, ni sed, ni dolor; que no hay allí
noche ni día, ni nada material; que su luz la del Rey los alumbrase a todos y
que no haya entre ellos ninguno mayor que otro.
Para todo ello los habitantes de aquel reino infeliz y que
tenía que encerrar a los locos entre muros y que vivía pendiente al sustento
propio de sus gentes y pendiente a noche y días, tiene que desaparecer.
¿Cuándo? Solo el Rey lo sabe.
Pero que todo lo relatado existe y que todo acontece yo doy
fe de ello.
Yo he estado en ese bosque y ahora vivo en las mazmorras de
mi padre aquel Rey poderoso y vivo con la esperanza de ir a aquel otro Reino y
veros allí a todos y todas.
José Antonio Mérida
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